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domingo, 14 de mayo de 2023

14-05-1913 Discurso de Juan E. O'Leary ( Yegros-Artigas)

 

Hoy de cumplen 110 años de este sublime discurso del dr. Oleary

Texto 1913 ....La juventud oriental organizó, hace pocos meses, una peregrinación civica a la Asunción del Paraguay, determinada por dos motivos simpáticos y poderosos: saludar al país hermano en el aniversario de su independencia y cubrir de flores el sitio que fué tumba, en la vida y en la muerte, del ge neral José Artigas.

DIA 14 9 a. m. Recepción en la Universidad.. Harán uso de la palabra los -- - doctores Manuel Domínguez, Ignacio A. Pane y el señor Juan E. O'Leary.

Cerró el acto el director del Colegio Nacional, señor Juan E. O'Leary. El inspirado cantor de nuestras glorias habló en la siguiente forma:

 "Señores: La juventud paraguaya ha querido que fuera yo quien en su nombre os diera la bienvenida en esta casa que es como el ALMA MATER del Paraguay moderno. Ella me ha pedido, también, que os expresara el inmenso júbilo que llena su alma al veros en nuestra tierra, materializando con vuestra presencia viejos afectos, cultivados al través del tiempo y de la distancia. Ella desea, en fin, que yo interprete sus sentimientos hacia la gran patria oriental y hacia sus hijos heroicos y caballerescos. Pues bien, señores: escuchad el mensaje, y en la torpeza de mis palabras no busquéis sino la expresión de mi sinceridad. Vosotros sabéis, orientales hermanos, que por sobre todas las virtudes de nuestra raza ha estado siempre nuestra inflexible lealtad, ya que por acabar de ser leales lo fuimos hasta con el infortunio, con la derrota y con la muerte. Podéis, pues, creer que cuanto vais a oir es apenas un débil acento de lo que todos los paraguayos llevamos para vosotros en nuestro corazón sin dobleces, sentimientos tan profundamente arraigados que nada ha podido debilitar, ni aún la locura de los tiempos, ni aún los horrores de la guerra, en dias que nosotros ni siquiera recordamos ya... Y la verdad es que nuestra simpatia viene de lejos y que su explicación no es dificil si pedimos a la historia que ilumine las tinieblas del pasado. Nuestras patrias vinieron a la vida en la misma hora, bajo idéntico des- tino. Una misma fatalidad pesó sobre las dos, un mismo anhelo las empujó adelante y los mismos contrastes se interpusieron en su camino. La geografia perfiló los caracteres singulares de la raza, y, dentro de la gran familia rio- platense, tuvimos nuestras fronteras morales, contra las cuales se estrellaron al Norte y al Sud las mismas ambiciones vecinales. No necesito recordaros en todos sus detalles este estrecho paralelismo de nuestro ayer, ni necesito insistir sobre las infinitas afinidades de nuestros pueblos. Pero he de evocar el recuerdo de un episodio de nuestra común historia que es como la consagración de esa alianza espiritual que siempre ha existido entre nosotros: Era la hora crepuscular, anunciadora del claro amanecer de un nuevo dia. Extraños rumores flotaban sobre el ambiente de la dormida colonia. El des- contento empezaba a agitar a los criollos, hasta entonces sumisos al yugo español. Nada había, pero los horizontes se oscurecian, y oídos bien expertos podian percibir el apagado rumor de la lejana tempestad. El virreinato, tran quilo en apariencia, era como un volcán en cuyas entrañas el fuego preparaba la erupción. Y ya lo sabéis, la vieja Albión precipitó los acontecimientos, lle gando a nuestras puertas, en son de guerra y de conquista, fiada en nuestra secular docilidad, en nuestra antigua mansedumbre. Buenos Aires se irguió con arrogancia, Montevideo se aprestó también a la pelea... y el Paraguay acudió resuelto al primer llamado de sus hermanos en peligro. La lucha fué terrible, revelándose un nuevo factor en el drama de la his- toria, factor activo, enérgico, avasallador, llamado a producir transforma ciones radicales y a operar milagros ni siquiera sospechados. Ese factor era el hombre americano, con cuya acción el mundo no contaba, y bajo cuyo in- flujo redentor iba a florecer la libertad a la faz de la Europa esclavizada! Salvada la vencida Capital, gracias a nuestro eficaz apoyo, los ingleses volvieron la vista a Montevideo, dirigiéndose contra ella. En tan apurado trance el desgraciado Marqués de Sobremonte corrió en vuestra defensa, al frente de un poderoso núcleo de milicianos, reclutados en las diversas provincias del virreinato. Entre ellos iban muchos centenares de paraguayos, a las ordenes del comandante José Antonio Yegros, padre del futuro prócer de nues tra independencia. Atacado por el invasor en los alredores de la ciudad, Si bremonte no supo sacar partido de los elementos de que disponía, sacrificando torpemente a sus soldados y dándose a la fuga, apenas empezada la batalla. Los jinetes paraguayos, entre los que estaba el después brigadier  Fulgencio Yegros, y los jinetes orientales, entre los que estaba el después general José Gervasio Artigas, pelearon juntos, resistieron juntos, murieron juntos, bajo el tremendo fuego de los cañones enemigos... ¡Gervasio Artigas y Fulgencio Yegros! ¡Pensadlo bien, hermanos orientales! ¿No son acaso esos dos hombres providencia es la encarnación viviente de su raza y la síntesis humana de nuestra historia patria? Artigas era el Uruguay que iba a nacer; Yegros el Paraguay que se acer-caba. Los dos confundidos en el heroismo, abrazados en el peligro, juntos ante la muerte, eran como una revelación de nuestro destino, anudaban lazos que nunca se habían de romper, señalaban rumbos al porvenir. Yegros y Artigas sellaban asi, al pie de los muros de Montevideo, un pacto que todas las vicisitudes de nuestra tormentosa existencia no habían de des-truir. Y la sangre de nuestro héroe, herido de muerte en la batalla, rubricó aquel épico encuentro de dos pueblos, aquella fusión de dos razas, aquella comunión de dos patrias en un solo ideal de libertad. He aquí el punto de partida de esta corriente de hondo afecto y de inquebrantable simpatía que nos une, suprimiendo distancias, haciendo rimar los latidos de nuestro corazón en una indestructible fraternidad. De alli arranca esa afinidad de sentimientos entre paraguayos y orientales, que si alguna vez parece turbada por la demencia de los hombres, es sólo para resurgir más vigorosa, para asegurar definitivamente su imperio, para echar más hondas raices en las entrañas de nuestro pueblo. Quizá Artigas no presintió que a su lado caia Yegros, vale decir el Para guay, para levantarse vencedor del polvo de la derrota. Quizá Yegros no sospechó que junto a él era vencido aquel obscuro blandengue, en cuya alma de fuego ardia el patriotismo charrúa, inmenso predestinado de vuestra historia, condensación luminosa de esos vagos instintos de la raza a los que él dió forma, a los que él dió vida, pronunciando la primera palabra de vuestro génesis. Pero desde aquella sangrienta encrucijada en que se puso a prueba el temple de nuestro espiritu. partieron los dos profetas, el uno hacia vuestras cuchillas, el otro hacia nuestras selvas, sombrios y meditabundos, des-lumbrados por la misma revelación. Y cuando sonó la hora del peligro, lan zados en pos de! mismo ideal, detenidos por idénticos obstáculos, amenazados en su obra y desconocidos en su empresa por la misma implacable madrastra, Artigas y Yegros se buscaron a la distancia, como viejos camaradas, y sus miradas se encontraron, si bien sus anhelos salvadores no pudieron fundirse en la realidad de los hechos. Estaba escrito que ellos arrojarian la semilla y la fecundarian con sus lágrimas y con su sangre, pero que no verían bri llar el dia del triunfo, el dia bendito de la sacra cosecha, desde los umbrales del hogar feliz, en medio de sus pueblos redimidos. Y cuando llegó para el patriarca el instante inicial de su larga agonía, en aquel melancólico declinar de su fortuna, desecha honores, rechaza preben- das, agradece gentiles ofrecimientos, y, doblando sobre el pecho la cabeza, pone al trote su fatigado caballo de batalla, que en diez años no ha tenido una hora de descanso... y marcha al Paraguay! Fulgencio Yegros, y los jinetes orientales, entre los que estaba el después general José Gervasio Artigas, pelearon juntos, resistieron juntos, murieron juntos, bajo el tremendo fuego de los cañones enemigos... ¡Gervasio Artigas y Fulgencio Yegros! ¡Pensadlo bien, hermanos orientales! ¿No son acaso esos dos hombres providencia es la encarnación viviente de su raza y la síntesis humana de nuestra historia patria? Artigas era el Uruguay que iba a nacer; Yegros el Paraguay que se acer caba. Los dos confundidos en el heroismo, abrazados en el peligro, juntos ante la muerte, eran como una revelación de nuestro destino, anudaban lazos que nunca se habían de romper, señalaban rumbos al porvenir. Yegros y Artigas sellaban asi, al pie de los muros de Montevideo, un pacto que todas las vicisitudes de nuestra tormentosa existencia no habían de destruir. Y la sangre de nuestro héroe, herido de muerte en la batalla, rubricó aquel épico encuentro de dos pueblos, aquella fusión de dos razas, aquella comunión de dos patrias en un solo ideal de libertad. He aquí el punto de partida de esta corriente de hondo afecto y de inquebrantable simpatía que nos une, suprimiendo distancias, haciendo rimar los latidos de nuestro corazón en una indestructible fraternidad. De alli arranca esa afinidad de sentimientos entre paraguayos y orientales, que si alguna vez parece turbada por la demencia de los hombres, es sólo para resurgir más vigorosa, para asegurar definitivamente su imperio, para echar más hondas raices en las entrañas de nuestro pueblo. Quizá Artigas no presintió que a su lado caia Yegros, vale decir el Para- guay, para levantarse vencedor del polvo de la derrota. Quizá Yegros no sospechó que junto a él era vencido aquel obscuro blandengue, en cuya alma de fuego ardia el patriotismo charrúa, inmenso predestinado de vuestra historia, condensación luminosa de esos vagos instintos de la raza a los que él dió forma, a los que él dió vida, pronunciando la primera palabra de vuestro génesis. Pero desde aquella sangrienta encrucijada en que se puso a prueba el temple de nuestro espiritu. partieron los dos profetas, el uno hacia vues tras cuchillas, el otro hacia nuestras selvas, sombrios y meditabundos, des- lumbrados por la misma revelación. Y cuando sonó la hora del peligro, lan zados en pos de! mismo ideal, detenidos por idénticos obstáculos, amenazados en su obra y desconocidos en su empresa por la misma implacable madrastra, Artigas y Yegros se buscaron a la distancia, como viejos camaradas, y sus miradas se encontraron, si bien sus anhelos salvadores no pudieron fundirse en la realidad de los hechos. Estaba escrito que ellos arrojarian la semilla y la fecundarian con sus lágrimas y con su sangre, pero que no verían brillar el dia del triunfo, el dia bendito de la sacra cosecha, desde los umbrales del hogar feliz, en medio de sus pueblos redimidos. Y cuando llegó para el patriarca el instante inicial de su larga agonía, en aquel melancólico declinar de su fortuna, desecha honores, rechaza preben- das, agradece gentiles ofrecimientos, y, doblando sobre el pecho la cabeza, pone al trote su fatigado caballo de batalla, que en diez años no ha tenido una hora de descanso... y marcha al Paraguay! devolviéndonos esos sangrientos despojos de nuestro heroismo sin fortuna, renunciando a una herencia de odios que vuestra nobleza repudiaba, para im ponernos solamente una deuda de gratitud... Y tendréis la explicación de ese creciente cariño hacia vosotros que las nuevas generaciones paraguayas han recibido de sus mayores, y de ese intenso júbilo con que os vemos llegar a nuestras playas, como a ausentes queridos, por cuya vuelta suspirábamos. Y como si aun no fuesen suficientes tantos vínculos, vuestra generosidad ha querido sellar, una vez más, esta estrecha fraternidad, fundiendo en bronce vuestro afecto, para dejar sobre la tumba del guerrero que simboliza nuestra esperanza en el desastre, el homenaje del Uruguay de hoy en los laureles de una corona. ¡Gracias, hermanos! El presente y el pasado se refunden asi en la gran memoria de Artigas. Yegros y Díaz no son sino la Patria misma en marcha hacia el porvenir. Con la sangre del uno se firmó el primer pacto en vuestra tierra, sobre el sepulcro del otro va a confirmarse la eternidad de ese abrazo que impusiera el Sembrador. Pero, por sobre todo, está él, su espíritu flota sobre nuestra vida, como sobre el caos el espíritu de Dios. Somos hermanos en El, y lo seremos, a pesar de todos nuestros errores y extravios, porque más poderosa que nuestras pasiones, y más grande que nuestras debilidades, es la sugestión de su recuerdo!"

 







 Fuente: Paraguay-Uruguay las fiestas de confraternidad celebradas en Asuncion con motivo de la peregrinacion ,  Por Adriano Irala y Santino Burgos .Bs.As.1913